Micromuseo - Bitácora

viernes, 27 de mayo de 2011

HOY CULMINA LA EXPOSICIÓN DE CECILIA NORIEGA-BOZOVICH




Hoy, viernes 27 de mayo de 2011, culmina en la Galería Vértice de Lima la exposición Casa / País: Inquilina / Ciudadana, de Cecilia Noriega-Bozovich. Un proyecto en el que me inscribo no como curador sino como interlocutor: un observador a la distancia pero en continuo diálogo. Con la artífice y con sus obras, tan sintomáticas del arduo momento transicional en el que nos encontramos: de una década de rutilancias comprobadas a otra de probables oscuridades.

A continuación el texto resultante de aquellas conversaciones, publicado en el catálogo de la muestra.

CUÁN VERDE ERA MI VALLE

(Meditaciones sobre un ladrillo,
una mampara y una baldosa)

Las palabras "lujuria" y "lujo" comparten una misma raíz latina.
Luxus, dicen, habría primero aludido
a los brotes torcidos en el tronco de algunas plantas.
Luego el término se aplicó al exceso de aquellas presencias desviadas.
Y por último a toda desmesura en el refinamiento.
Ese “lujo”, esa “demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo”,
como pulcramente nos instruye la docta Real Academia Española.
Una deformación que se transforma en estilo.
Como el barroco,
nombre originalmente acuñado para ciertas perlas preciosas por imperfectas.

Pero luxus significa también “dislocado”,
en asociación probable con el verbo luctari, o “luchar”.
Alianza y lucha de sentidos cifrados en el hechizo de las palabras.
Otra histeria: una palabra atrapada en el cuerpo.

También en el cuerpo deseante del arte.
Este arte, esta artífice
–Cecilia Noriega Bozovich–
reconstruyendo una casa imaginaria
para el hogar fácticamente acribillado.

El hogar personal.
Pero de igual manera el no menos propio, no menos doloroso,
de la comunidad inimaginada.
La nación inexistente.
La patria, la matria.
Por regenerar.


–II–

Se apaga en el Perú una década de rutilancias.
De dispendios impresionantes en algunos sectores.
También de ilusiones grandes,
desbordadas por la corrupción de los sentidos, del sentido mismo.
El blanco prístino que entre nosotros trastoca sus connotaciones impolutas
por las de la corrupción narcotizante que todo lo penetra y envilece.
Empezando por su propia materia prima. De la coca a la cocaína.
De la hoja sagrada al clorhidrato estupefaciente.

El lumpencapitalismo
que perversamente se articula desde la estructura misma del goce.
Y de las culturas originarias.
La liberación hedónica y la ritualidad andina,
trastornadas en instrumentos de opresiones nuevas.

La contaminación generalizada de los poderes públicos.
La desmoralización de la clase política.
La instrumentalización de pueblos que devienen mesnadas.
Los cadáveres esporádicos entre los desperdicios del otrora río Rímac.
De tantos ríos otros.
La profanación de la tierra.

Cuán verde era mi valle:
siempre será fantaseable la sacralidad nativa
ya exaltada desde el arte por las ofrendas amorosas de Carmen Reátegui.
O por el amoroso pespunteo vegetal
con que Marta Arroyave cose un manto cocario,
una pampa, a su preciso decir.

Pero esas imágenes icónicas de hace apenas un lustro
encuentran ahora un correlato demasiado actual
en las transparencias turbias de los polímeros
con que Noriega Bozovich atrapa hojas de coca y casquillos de balas
para hacer de ellos un ladrillo, una baldosa, una mampara.

Un ara:
esa “losa o piedra consagrada, que suele contener reliquias de algún santo”,
concebida para la celebración de la eucaristía (RAE).
Una “primera piedra” para la construcción de una iglesia.

Una ecclesia:
no un edificio sino una comunidad,
postulada aquí desde la paradoja de esta belleza constructiva
obtenida con los signos de su destrucción.
El metal quemado, el vegetal marchito,
pero enaltecidos ambos por los acrílicos
que los aprisionan y al mismo tiempo los exaltan.

Como en el ámbar,
la resina de árboles fósiles donde se transparentan insectos
o plantas capturadas en tiempos prehistóricos.
Vidas detenidas que ahora devienen
joyas excéntricas por su cárcel tornasolada.

Hay una analogía sugerente
entre esa mineralización de lo orgánico
y el lujo que Noriega Bozovich erige desde la degradación de lo sagrado.
Una sacralidad que sin embargo persiste como latencia:
atención a las connotaciones áureas
de las hojas doradas por el envejecimiento.
Y a las energías retenidas en esas prisiones:
es desde la palabra griega para el ámbar
que por primera vez se nombra la electricidad.

Atención también a la inquietante extrañeza de la materialidad así contenida.
Así reprimida:
aquello que nos es tan familiar y propio pero se desconoce y se niega
vuelve para desestabilizarnos con un reconocimiento desplazado.
Y siniestro. Unheimlich.


–III–

“No existe documento de civilización
que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie”,
escribe Walter Benjamin.
Y suscriben estas obras desde el efecto de perturbación
logrado por su agresiva ostentación de belleza,
por su lujo dislocado.
Que es el de una guerra ignorada
sobre cuyos frutos se erige la prosperidad falaz de nuestros tiempos.

Esa violencia es el ámbar, el magma que nos congela y nos reluce.

¿Soy ciudadana o soy inquilina de este país nuestro?,
se pregunta Cecilia ante la noche que sobre nosotros asoma.
Tal vez apenas materia orgánica
atrapada en los desbordes petrificados de sus resinas.
Históricas.



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